Alcanzado por el dardo 
            invisible de mi mirada, el miembro de Médicos sin Fronteras, 
            colaborador de radio y televisión, J. S., sufrió en 2005 uno de los 
            procesos inquisitoriales más traumáticos de su vida. 
            Previamente, la voz melodiosa de una 
            mujer le dijo al teléfono: «Te llamo de la comisaría de la calle 
            Rubio Gali. Tienes una denuncia por malos tratos y queremos charlar 
            contigo. ¡Pura formalidad! ¿Puedes pasarte por aquí?». Semanas antes 
            había entrado en vigor la Ley Orgánica de Medidas de Protección 
            Integral contra la Violencia de Género. Acostumbrado a vivir el 
            dolor de las guerras que asolan Africa, el médico se presentó en 
            comisaría a pecho descubierto. 
            
Nada más identificarse, sin leerle sus derechos ni informarle de 
            qué se le acusaba, un grupo de agentes procedió a tomarle las 
            huellas dactilares, a hacerle fotos de frente y de perfil. Luego le 
            colocaron unas esposas para conducirle a los calabozos. 
            
«Ya que me van a enchironar quiero que vean esto», planteó 
            mientras entregaba un DVD a una de las mujeres policías. La agente 
            lo cogió con desgana y le echó un vistazo. Pero la escena que le 
            devolvió el ordenador le puso los pelos de punta. Una mujer, 
            blandiendo un enorme cuchillo de cocina, corría tras el médico, le 
            acorralaba y le apuñalaba. 
            
La policía reconoció en las imágenes a la mujer que había puesto 
            la denuncia. Pero no se conmovió. Si duras fueron las lesiones 
            causadas por el arma blanca, más dolorosa fue la respuesta que el 
            presunto acusado escuchó de los labios del agente: « ¡Qué le habrá 
            hecho usted a su mujer para que le clave un cuchillo!». 
            
Estudioso de la violencia familiar, J. S. no pudo contenerse: « 
            ¿Insinúa que soy culpable de que mi mujer haya querido matarme?». 
            
«Una mujer no hace eso si no se le provoca», contestó la 
            policía.«Es decir, usted juzga a la gente por sus perjuicios 
            feministas. No admite que haya mujeres asesinas, malvadas, arpías, 
            dispuestas a asesinar a su marido para quedarse con sus hijos y su 
            casa», se defendió él. 
            
Para reafirmar su tesis de hombre maltratado, J. S. entregó a la 
            agente una treintena de partes de lesiones de distintos centros de 
            salud de Madrid. La agente los leyó uno tras otro. Como aquella 
            situación no figuraba en su protocolo de actuación no supo qué hacer 
            y elevó el caso a sus superiores. 
            
«Las pruebas están a su favor y es probable que condenen a su 
            esposa por intento de asesinato pero yo tengo una denuncia por malos 
            tratos de su mujer. Esta noche tendrá que dormir en el calabozo», le 
            dijo el responsable del centro. 
            
J. S. parecía estar viviendo en un país de locos la peor 
            pesadilla de su vida. Su mujer había querido matarle, había 
            presentado las pruebas a la policía, y le «condenaban» a él. 
            
Al final, logró que le dejaran volver a su casa con la promesa de 
            acudir al día siguiente al Juzgado. «Se va con el compromiso de 
            encerrarse con llave. Porque si su mujer se presenta en casa y usted 
            la mata, quien se juega el pan de los hijos soy yo», le ordenó el 
            oficial de policía. 
            
Durante el año largo en que estuve investigando por los juzgados 
            de toda España mi libro El Varón Castrado. Verdades y mentiras de la 
            violencia doméstica en España, que se publica la próxima semana, 
            tuve acceso a más de 3.000 sumarios judiciales, viví centenares de 
            situaciones tan o más esperpénticas como la anterior. Veamos otro 
            caso. 
            
Siete meses antes, M.D., ingeniero industrial, tuvo una pelea con 
            su esposa en su domicilio de la calle Menéndez Pelayo de Madrid. 
            Como él no quería discutir, su mujer le provocó empujándole contra 
            una cómoda causándole una lesión en la espalda. El varón reaccionó y 
            le devolvió el golpe. 
            
Poco después la policía se lo llevó detenido a la comisaría de la 
            calle Huertas. Ella le había denunciado por malos tratos. Allí le 
            tomaron las huellas, le quitaron sus objetos personales, incluido el 
            reloj y los cordones de los zapatos, las medicinas para combatir un 
            resfriado, sus gafas (tiene 5 dioptrías en cada ojo) y lo metieron 
            en el calabozo. 
            
Era viernes y los Juzgados de Violencia estaban cerrados. Al día 
            siguiente lo trasladaron a la comisaría de Moratalaz donde volvieron 
            a reseñarle. El lunes lo presentaron en Plaza de Castilla después de 
            pasar tres días encerrado, alimentado sólo con zumo y galletas. 
            
Allí se encontró con la primera sorpresa. El juez negó a su 
            abogado el derecho a representarle y nombró uno de oficio que, nada 
            más verle, le preguntó cuánto ganaba. Luego le recomendó que firmara 
            una sentencia de conformidad: «Así aceptas una condena de 7 meses, 
            evitas una pena mayor y no te expones a ir a prisión», le dijo el 
            letrado. 
            
Después de tres noches sin pegar ojo, víctima de un principio de 
            neumonía, desorientado, sin ver un palmo más allá de sus narices, M. 
            D. solo quería salir del infierno. Esposado, tras un «juicio» de 
            diez minutos firmó lo que le pusieron delante y acabó la pesadilla. 
            
Por la tarde, le soltaron, le entregaron una bolsa de basura y 
            una patrulla le acompañó a recoger sus objetos personales. La 
            vivienda, regalo de su madre, le fue adjudicada por el juez a su ex 
            mujer y a sus dos hijos a los que debía pasar una pensión de 600 
            euros. 
            
Todo aquello por lo que un hombre lucha -familia, hijos, hogar, 
            patrimonio- se lo habían arrebatado en un juicio fotocopia, 
            defendido por un desconocido. 
            
«Bajo el shock traumático del calabozo, enfermo, sin 
            asesoramiento, sin prestar declaración ante el juez, sin que le 
            leyeran la acusación ni ser escuchado y sin que nadie le explicara 
            las consecuencias de una sentencia firme e inamovible mi cliente fue 
            condenado sin juicio», afirma su letrada Patricia Gómez. «El asunto 
            no tiene parangón en la jurisprudencia de ningún país civilizado. Es 
            tan grave que clama al cielo». 
            
Hoy la gran tragedia de M. D., similar a la de otros miles de 
            hombres, es cómo les contará el día de mañana a sus hijos, que él no 
            es un maltratador, que nunca pegó a su madre, salvo para defenderse. 
            
REALIDAD INVISIBLE 
            
Escenas como las narradas, propias de un relato de Kafka, ocurren 
            centenares de veces al día. Son tan aberrantes que para recrearlas 
            habría que resucitar al escritor checo, clonarlo un millar de veces, 
            y poner a todos sus clones a escribir sin descanso. 
            
Y es que en España hay una realidad invisible que raramente 
            aparece en los medios: la persecución sistemática del hombre por el 
            mero hecho de serlo, la violación continua de su derecho a la 
            presunción de inocencia, su condena sin ser oído y la creencia 
            unánime de que un alto porcentaje de los varones son maltratadores 
            genéticos y que hay que darles caza, sin tregua ni cuartel. 
            
Los datos de esta nueva Inquisición son harto elocuentes. Desde 
            comienzos de 2004, en que se puso en marcha la orden de protección, 
            más de 250.000 varones han sido sacados por la fuerza de sus casas, 
            separados de sus familias, desposeídos de sus bienes en juicios 
            inapelables y muchos enviados a la cárcel como si se tratara de 
            individuos no reciclables para la sociedad. 
            
Paralelamente, 190.000 varones, han sido fichados en el Registro 
            de Maltratadores y más de 25.000 desterrados en 2005 de su entorno 
            mediante órdenes de alejamiento, el instrumento más eficaz para 
            acabar con muchos matrimonios, ya que pueden durar varios años. 
            
Y es que la Ley de Violencia de Género es como un revólver. 
            Aniquila a los hombres sin atender a razones, con la mecánica de las 
            armas. Según el Observatorio del CGPJ, durante su primer año de 
            vigencia, se detuvo en España a 150.000 varones (160.000 de acuerdo 
            con las cifras aportadas en los cursos de Verano de El Escorial), 
            más de 400 por día. 
            
Una Ley destinada a perseguir al hombre, a veces sin otra prueba 
            que la denuncia telefónica de su compañera, no tiene parangón en 
            ningún país europeo. La medida podría tener justificación si la 
            violencia familiar fuera superior a la del resto de los países del 
            entorno. Ocurre lo contrario. España es uno de los países más 
            pacíficos de Europa. Un informe del Centro Reina Sofía del 2000 
            revela que la tasa de uxoricidios era del 2'44 por millón, cifra por 
            debajo de la cual sólo estaban Islandia, Irlanda, Holanda y Polonia. 
            El resto de las naciones civilizadas -Finlandia, Dinamarca, Suecia, 
            Rumania, Reino Unido, Italia, Alemania o Francia-, ofrecen cifras de 
            asesinatos de mujeres hasta cinco veces más altas. 
            
La tendencia a judicializar los conflictos familiares, dando el 
            mismo tratamiento penal a la violencia ocasional y a la habitual, 
            prohibiendo la mediación y el perdón, con ser grave no es lo más 
            pernicioso. Lo es el hecho de establecer como verdad incuestionable 
            que las riñas entre parejas tienen siempre un elemento activo que 
            trata de imponer su autoridad por la fuerza -el hombre- y otro 
            pasivo, la mujer, víctima ancestral del dominio del macho. 
            
Un enfoque maniqueo que no se compadece con la realidad. Así, en 
            2001 E.R.P. fue detenida en Barcelona por matar a su primo de 27 
            puñaladas; C.P. pasaportó a tiros a Antonio Quintana; E.G.G. 
            despachó a su compañero a martillazos; M. S. apuñaló 18 veces a su 
            amante en Valencia; a Restituto Rojo su hija le cortó el cuello de 
            un tajo y una mujer estranguló a un paralítico en Valencia. Son sólo 
            algunos de los asesinatos cometidos por mujeres en el año en el que 
            35 varones fueron ultimados. 
            
Sus muertes son silenciadas. Aunque nadie duda de que el hombre 
            es más violento que la mujer, la lista de varones asesinados por sus 
            parejas es irrebatible. Pero como afirma la catedrática de la 
            Politécnica de París, Elisabeth Badiner, discípula de Simone de 
            Beauvoir, «nadie las cita; para conseguir leyes protectoras hay que 
            demostrar que somos víctimas de los hombres». 
            
AGRESIVAS 
            
Erin Pizzey, la feminista que abrió el primer refugio para 
            maltratadas en Londres, lo corrobora: «La violencia no es cuestión 
            de sexo. De las primeras 100 mujeres que entraron en mi refugio 72 
            eran más agresivas que sus maridos». 
            
Y es que la Ley contra la Violencia de Género, manejada por el 
            feminismo de la reivindicación, es un maquiavélico instrumento para 
            acelerar las políticas de igualdad entre sexos. Es cierto que nació 
            con otros fines. Convertida en el proyecto estrella del Gobierno 
            Zapatero, fue aprobada en el 2004 con el loable propósito de acabar 
            con los asesinatos de las mujeres. 
            
Conviene señalar, no obstante, que no fue la primera norma puesta 
            en vigor con ese encomiable fin. La aplicación del Código Penal como 
            medio para frenar los conflictos familiares, comenzó a esgrimirse a 
            partir de la reforma de 1989 que castiga la violencia en su artículo 
            425. 
            
El Código Belloch (1995), amplió los sujetos y los tipos penales. 
            Imbuido de la filosofía del palo, el PP, en lugar de agravar las 
            condenas a los asesinos de mujeres, violadores, o maltratadores 
            habituales, siguió la senda de meter a todos los hombres en el mismo 
            saco. 
            
Pese a que un informe de la Universidad de Zaragoza reveló en el 
            2000 que sólo el 18% de las mujeres asesinadas habían denunciado 
            malos tratos, el PP ensanchó las barreras punitivas para abarcar a 
            mayor número de varones. Legislando con encuestas manipuladas, a 
            golpe de opinión pública impulsó los juicios rápidos, estableció la 
            orden de alejamiento y toda una panoplia de normas, encaminadas a 
            proteger a uno de los elementos del conflicto. 
            
Tras alcanzar el poder, al PSOE solo le bastó dar una vuelta de 
            tuerca para convertir en sospechosa a la mitad de la población. 
            Actuando como un potente bulldozer, la maquinaria policial del 
            Estado con una simple denuncia ha detenido a hombres de 90 años, 
            dementes, drogadictos o mendigos por no tomarse su medicación; se ha 
            llevado de sus casas a hombres en calzoncillos y ha interrogado a 
            menores en el colegio para localizar al padre. 
            
Con una norma que convierte las faltas más nimias en delitos, no 
            es extraño que los juzgados estén colapsados por varones que han 
            dado un tirón de orejas a su mujer porque ella le quitó el coche, 
            por individuos acusados de beber de la botella de agua de sus 
            esposas o por parejas que riñen por el mando del televisor, asuntos 
            todos ellos de escasa entidad desde el punto de vista del reproche 
            penal, pero convertidos artificialmente en delitos. La reforma de la 
            Ley del Divorcio ha enturbiado aún más el panorama. 
            
El 11 de julio de 2005, el rumano Julian Grosu se quemó a lo 
            bonzo hasta morir frente al Parlamento de Bucarest. Tomó la drástica 
            decisión tras 15 meses de lucha, para que se cumpliera la Convención 
            de la Haya y los tratados internacionales. 
            
Dos años antes Grosu se separó de su mujer en su país y los 
            tribunales le concedieron la guarda y custodia de su hijo. En un 
            viaje a España, donde residía su ex mujer, fue detenido y un juez, 
            vulnerando la soberanía de los tribunales rumanos, le quitó al menor 
            y se lo entregó a su mujer. 
            
Su caso no es único. Miles de padres luchan en España por la 
            custodia compartida de sus hijos e incluso para que se penalice su 
            secuestro durante años en las casas de acogida sufragadas por el 
            Estado, vulnerando los autos judiciales. 
            
Porque, si hace años parecía justificado que tras la ruptura 
            matrimonial los hijos vivieran con la madre al disponer de más 
            tiempo, en 2006 en que el 52% de las mujeres trabajan es lógico que 
            por lo menos un porcentaje similar de hombres comparta su cuidado. 
            
No ocurre así. Al tramitarse la Ley de Divorcio, el feminismo 
            radical presionó a Zapatero para impedir la custodia compartida. 
            «Quitarle a la madre el control de los menores supone echarla de la 
            casa, suprimir la pensión y arrojarlas a la marginalidad», 
            argumentaron. «No hacerlo es fomentar el parasitismo de la mujer, 
            condenarla a depender del hombre o del Estado», arguyeron las 
            dirigentes de Nuevo Feminismo. 
            
Por eso, transcurridos 17 años desde que el Código Penal entró en 
            la familia, las medidas se han manifestado inútiles. Lo reconoció el 
            Fiscal General del Estado: «La Violencia de Género ha crecido en el 
            último año en un 52%». 
            
Y es que, una norma que castiga en exceso, que lleva a cabo todos 
            los días una razzia de más de 400 hombres sin dejarles otra salida 
            que la miseria, e induce a muchos varones a quitarse la vida para 
            escapar de ella no es buena. Miles de condenados, con la 
            colaboración de sus mujeres, la incumplen al negarse a acatar las 
            órdenes de alejamiento. Muchas mujeres se aprovechan de ella y 
            denuncian malos tratos para obtener un divorcio en 24 horas y 
            centenares de parejas la hacen inservible al negarse a declarar. 
            
Por eso, a la Ley contra la Violencia de Género habría que 
            derogarla sin dilación como se ha pedido en más de 100 autos al 
            Constitucional. Aunque sólo fuera para salvar el honor de centenares 
            de jueces, policías y fiscales que tratan de aplicar una norma que 
            divide a la sociedad, casi por partes iguales, en buenos y malos. 
            
El varón castrado, de José Díaz Herrera (Editorial Planeta), 
            sale a la venta el próximo 16 de noviembre. 
            
            
            20.000 AGRESORES JUZGADOS EN UN AÑO 
            D os hombres, de 42 y 37 años, han detenidos esta semana, en 
            Basauri y Portugalete, acusados de agredir a sus parejas; la 
            Audiencia de Girona ha condenado a 11 años de cárcel al hombre que 
            prendió fuego a su ex mujer... En lo que va de 2006 ya han muerto 59 
            mujeres y el balance final posiblemente superará las 62 víctimas de 
            2005. La Ley Integral contra la Violencia de Género no ha logrado 
            frenar la sangría. 
            
JUZGADOS. 436 juzgados de Violencia sobre la mujer (17 de ellos 
            dedicados en exclusiva a las denuncias presentadas por ellas) 
            echaron a andar en junio de 2005. En un año, han atendido 148.448 
            asuntos: un 20% de solicitudes de protección, un 45% lesiones, un 
            13% contra la libertad, un 8% contra la integridad moral... 
            
PROTECCION. Un total de 35.540 mujeres solicitaron protección (el 
            10% extranjeras), que fue facilitada a 27.366. En un 97% de los 
            casos se concedió una orden de alejamiento, prohibición de 
            comunicación (87%), prohibición de volver al lugar de residencia de 
            la víctima (26%), suspensión de tenencia y uso de armas (18%) y 
            cárcel para el agresor (11%). 
            
CONDENADOS. En poco más de un año, 20.000 agresores han sido 
            enjuiciados. El 98% eran hombres. Ocho de cada 10 fueron condenados. 
            De las 436 mujeres juzgadas, 266 (el 61%) fueron condenadas. 
            
TELEASISTENCIA. El servicio, vía móvil, fue puesto en marcha a 
            finales de 2004 y permite a las víctimas estar en contacto 24 horas 
            al día con el Centro de Atención. En caso de peligro vital, el 
            «botón del pánico» las conecta directamente con la Policía. Hasta 
            marzo de 2006 contaba con 3.141 usuarias en toda España. 
            
TERAPIA. Existen programas para la rehabilitación de 
            maltratadores en 33 de las 64 prisiones. En junio pasado 
            participaban en ellos 319 presos. En esa misma fecha, unos 1.700 
            maltratadores condenados a someterse a terapia, estaban aún 
            pendientes de acudir a los cursos de rehabilitación. 
            
SUICIDIO. Según la Federación de Mujeres progresistas, el 64% de 
            las víctimas de la violencia doméstica ha intentado suicidarse y un 
            80% lo ha pensado.